Es este Magritte tan difícil de juntar –imagínese el rompecabezas que habrán hecho para cuadrar sus agendas en un acto de relaciones públicas– el que ha lanzado un órdago a las autoridades comunitarias, agitando el espantajo de los apagones: “O se frenan el desarrollo de las renovables o no respondemos”, han venido a decir.
El momento elegido para que retumbe su voz tronante no es casual. La UE tiene, desde abril de 2010, un plan informal para que el 80% de sus necesidades energéticas sean cubiertas con renovables en 2050, pero no hay objetivo vinculante alguno más allá del consabido 20% de 2020. El desarrollo posterior de la política energética europea centra el debate de Bruselas desde hace meses, y lo hace en medio de la crisis económica y de una subida generalizada del precio de la luz: en cuatro años ha subido de media un 17% para los hogares y un 21% para una industria que está emigrando a los países del sudeste asiático.
Aunque la responsabilidad de esa subida de los costes energéticos haya que achacarla a varios factores, como el afincamiento del precio del crudo en el entorno de los 100 $ por barril, la dependencia del gas ruso o el campanudo fracaso en liberalizar y establecer un único mercado energético comunitario –cada país sigue defendiendo territorialmente a sus eléctricas, excepto España y Reino Unido, que casi las han perdido–, muchos dedos mediáticos señalan a las renovables, esas tecnologías que parecen tan caras cuando no se tienen en cuenta sus numerosas externalidades positivas.
En este contexto, al que hay que añadir otros elementos, como la irrupción del polémico gas no convencional o el apagón nuclear de Alemania, Europa se replantea su apoyo a las energías limpias. Así, el penúltimo Consejo Europeo, celebrado en mayo, bajo la premisa de que “el suministro de energía asequible y sostenible para nuestras economías es crucial”, encargó a la Comisión un análisis sobre los precios y costes energéticos que debe estar listo a finales de año y “una guía sobre sistemas de apoyo a renovables que sean eficientes y coste-efectivos, y que aseguren una adecuada capacidad de generación”.
Más cerca en el tiempo, el mes pasado, en Lituania, el consejo informal de ministros de energía se inclinó por modificar el sistema europeo de comercio de CO2 –según comentaron a la prensa, apuestan por un modelo más flexible, que no reduzca la competitividad europea en un mundo que usa la táctica del avestruz con el cambio climático– y decidió aparcar la posibilidad de establecer un objetivo vinculante de renovables del 35% para 2030.
El próximo hito de la política energética comunitaria se producirá en el Consejo Europeo de febrero del año que viene. Ya conocidos los trabajos de la Comisión, la reunión debería establecer las líneas generales de la nueva postura común de los 28, con vistas a presentarla en la Cumbre del Cambio Climático (Cop 21) de París en 2015.
Así pues, a la vista de que el discurso sobre el coste de las renovables y la competitividad de la industria europea ya ha calado en gobernantes y burócratas, el Grupo Magritte sube el listón de las acusaciones y se adentra en el alarmismo. Ya se han cerrado 51 GW de firmes instalaciones de gas –dicen– para poner renovables intermitentes, sin otorgar la importancia que tienen en esos cierres las importaciones de barato carbón norteamericano, desplazado allí por el gas no convencional.
Una reciente encuesta de PWC indica que el 40% de las eléctricas mundiales prevé una “completa transformación” hasta 2030, caracterizada por el auge de la generación distribuida, que irá ganando terreno a la tradicional centralizada. Las medidas de eficiencia energética (60%) y el rápido descenso de precio de los paneles solares (56%) serán los motores de un cambio que no se puede detener, pero sí ralentizar. Las eléctricas europeas saben cómo conseguirlo y juegan sus cartas admirablemente, echando los órdagos cuando procede: a pesar de tener las mayores cuotas de renovables del mundo, las eléctricas que auguran una mayor transformación son las asiáticas.